De niña viví una temporada en un paraíso del estado de Tabasco junto con mi mamá y mi hermano. Ella era profesora en una ranchería y solíamos viajar todos los días hacia la escuela alrededor de una hora desde el lugar donde vivíamos: la casa de una prima de mi mamá. Un día hubo una junta y tuvimos que quedarnos más tiempo que de costumbre, así que perdimos el último camión que salía de la ranchería hacia la cabecera municipal. No tuvimos más opción que irnos caminando. Había dos caminos: la carretera estatal pavimentada, la que tomaban todos los autobuses y más larga; y uno de terracería que cruzaba por otras rancherías, menos solitaria y mucho más corta. Obviamente mi mamá eligió ese último. Para cuando empezamos el regreso ya estaba cayendo el sol, la noche nos alcanzó pronto, creo que ese día caminamos como 15 km que nos hicimos en unas 3 horas hasta el entronque donde mi mamá tomó un taxi para llegar al otro pueblo. Al otro día los tobillos me dolían horrible, obvio no fuimos a la escuela, mi mamá sí, tenía que trabajar. La anécdota paso a la historia como algo divertido por las circunstancias en que sucedió. Lo que recuerdo ahora: mi mamá sola con su dos pequeños de 9 y 8 años, en un camino oscuro y solitario, afortunadamente en esas fechas no era tan peligroso como lo es hoy. No recuerdo su miedo, su preocupación, el tener que decirnos "ya falta poco" cada que le preguntábamos cuanto faltaba. Tampoco recuerdo su cansancio al otro día cuando tuvo que regresar a trabajar. Solo recuerdo que llegamos a salvo a nuestro destino, muy cansados pero a salvo. El amor hace eso y muchas veces ni siquiera nos damos cuenta.
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