Se la encontró una mañana junto al estante de alimentos
orgánicos, no le prestó atención, siguió su paso ligero. Sin embargo, ella aterrizo sobre su rostro, recorrió
sin reparos su cuerpo, mientras se alejaba a la caja de cobro. Después de aquel
día, la veía por todos lados. De paso a su trabajo, de regreso del gimnasio,
por las noches al pasear el perro. Incluso el domingo en la misa de seis; ahí
estaba, ansiosa e insistente, siguiendo sus movimientos mientras se persignaba
en el último rezo. Para entonces ya de vez en vez, pensaba en ella, le intrigaba su insistencia y la
aparente casualidad de su presencia.
Al principio pensó que era alguien que la confundía con otra
persona, pero algo en la manera de mirarla la hizo descartar esa idea. Entonces
empezó a memorizar sus colores, el brillo de sus ojos cambiantes según el
horario. Las sombras en ellos, esas sensaciones ocultas en sus formas, a veces
de dolor, a veces de hastío. Hasta que se descubrió enamorada de la profundidad
de sus cuencas. Ahora solo la esperaba con afán, por las mañanas en la espera
del microbús, en las noches cuando caminaba por las calles desiertas. Ahí
estaba, desconsolada esperando a ser cruce, esperando a ser entrega.
Lo que la chica no sabía es que aquella mirada era errante.
Nunca se quedaba en el mismo lugar, siempre buscaba algo más, algo que tenía
que hallar pero no sabía dónde. Las primeras veces buscó entre los estantes de
las tiendas, luego se refugió en las páginas de muchos libros. Al final, cansada de buscar entre tantas letras, volteo
hacia la calle y algo en los ojos de una niña le llamo la atención, pensó que
había hallado lo que tanto buscaba. Después comprobó que no, no estaba en aquellos ojos, ni en ninguno más. Así inició su recorrido, la misma búsqueda insistente de antes,
de siempre. A veces, cuando descubría ese rasgo inquietante en alguien, hurgaba
con insistencia hasta extasiarse o cansarse y después vagar, otra vez entre
otros rostros hasta encontrar uno nuevo.
Una tarde, como cualquier otra de aquella ciudad del trópico;
calurosa, húmeda, con la brisa recorriendo las calles del antiguo centro.
Aquella chica ya ilusionada, se la encontró de nuevo mientras regresaba del
trabajo. Un encuentro torpe pues no alcanzo a aterrizar más allá de sus ojos y ella se desvió indiferente. La chica,
enmudeció sin saber que decir ni hacer, dejando pasar para siempre el momento. La
mirada volvió a vagar, cansada y sin esperanzas sobre más rostros desconocidos.
Se dio cuenta que ya ninguno le complacía y llegó a la conclusión que lo que
buscaba tampoco estaba en esos rostros. Anclo su desesperación en el paisaje,
el resplandor del sol reflejado en los escaparates de las tiendas, una sonrisa
juguetona en el parque; llegó hasta la playa, en el destello del sol sobre las
olas. Entonces posó sus deseos ansiosos en el vuelo de una cigüeña americana y
siguió su vuelo sobre el horizonte hasta desaparecer junto con los últimos
rayos del sol.
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