El paisaje se construye desde adentro.

Aline Petterson

lunes, 12 de octubre de 2015

La mirada intrusa



Se la encontró una mañana junto al estante de alimentos orgánicos, no le prestó atención, siguió su paso ligero. Sin embargo, ella aterrizo sobre su rostro, recorrió sin reparos su cuerpo, mientras se alejaba a la caja de cobro. Después de aquel día, la veía por todos lados. De paso a su trabajo, de regreso del gimnasio, por las noches al pasear el perro. Incluso el domingo en la misa de seis; ahí estaba, ansiosa e insistente, siguiendo sus movimientos mientras se persignaba en el último rezo. Para entonces ya de vez en vez, pensaba en ella, le intrigaba su insistencia y la aparente casualidad de su presencia.

Al principio pensó que era alguien que la confundía con otra persona, pero algo en la manera de mirarla la hizo descartar esa idea. Entonces empezó a memorizar sus colores, el brillo de sus ojos cambiantes según el horario. Las sombras en ellos, esas sensaciones ocultas en sus formas, a veces de dolor, a veces de hastío. Hasta que se descubrió enamorada de la profundidad de sus cuencas. Ahora solo la esperaba con afán, por las mañanas en la espera del microbús, en las noches cuando caminaba por las calles desiertas. Ahí estaba, desconsolada esperando a ser cruce, esperando a ser entrega.

Lo que la chica no sabía es que aquella mirada era errante. Nunca se quedaba en el mismo lugar, siempre buscaba algo más, algo que tenía que hallar pero no sabía dónde. Las primeras veces buscó entre los estantes de las tiendas, luego se refugió en las páginas de muchos libros. Al final, cansada de buscar entre tantas letras, volteo hacia la calle y algo en los ojos de una niña le llamo la atención, pensó que había hallado lo que tanto buscaba. Después comprobó que no, no estaba en aquellos ojos, ni en ninguno más. Así inició su recorrido, la misma búsqueda insistente de antes, de siempre. A veces, cuando descubría ese rasgo inquietante en alguien, hurgaba con insistencia hasta extasiarse o cansarse y después vagar, otra vez entre otros rostros hasta encontrar uno nuevo.


Una tarde, como cualquier otra de aquella ciudad del trópico; calurosa, húmeda, con la brisa recorriendo las calles del antiguo centro. Aquella chica ya ilusionada, se la encontró de nuevo mientras regresaba del trabajo. Un encuentro torpe pues no alcanzo a aterrizar más allá de sus ojos y ella se desvió indiferente. La chica, enmudeció sin saber que decir ni hacer, dejando pasar para siempre el momento. La mirada volvió a vagar, cansada y sin esperanzas sobre más rostros desconocidos. Se dio cuenta que ya ninguno le complacía y llegó a la conclusión que lo que buscaba tampoco estaba en esos rostros. Anclo su desesperación en el paisaje, el resplandor del sol reflejado en los escaparates de las tiendas, una sonrisa juguetona en el parque; llegó hasta la playa, en el destello del sol sobre las olas. Entonces posó sus deseos ansiosos en el vuelo de una cigüeña americana y siguió su vuelo sobre el horizonte hasta desaparecer junto con los últimos rayos del sol.

lunes, 5 de octubre de 2015

Una casa



En sus paredes olvidadas parte de ti, tus ríos, el fantasma del niño que fuiste, que aun eres en los espacios cerrados, ajenos al mundo pero llenos de ti. Somos dos silencios convergiendo en alguna calle. ¿Qué calles son desconocidas para ti? ¿Alguna sin el recuerdo de tu paso? ¿Una sola donde no descubra tu ausencia? Coincidimos en distintos tiempos, yo llegué y tú habías estado. Fuimos esas líneas que se cruzan y siguen en su trayecto. Hoy seguimos siendo líneas con encuentros fortuitos, de miradas unidas por breves instantes. Después, después la lejanía silenciosa en calles antiguas de ciudades distintas. Una casa tiene tu nombre en las paredes roídas, yo la observo y siento que te extraño desde hace mucho tiempo.