Nació en los primeros
días de lluvia, no pasaban las 10:00 de la noche, entonces un rayo atravesó la
cabaña en el preciso momento en que su madre lo paría. Cuando la comadrona lo
tomó entre su brazos para limpiarlo, el bebe agarró uno de sus dedos y lo
sujetó con tal fuerza, que la comadrona tuvo que llamar a su ayudante para no
lastimar sus pequeños dedos. Desde el primer día de su vida reconoció el
mundo a través de sus manos. Eran sumamente inquietas, sujetaban perfectamente
el pecho de la madre, tocaban y tiraban objetos como si el conocimiento se
absorbiera a través del tacto. Y lo absorbía todo, al año ya tomaba con cuidado
la cuchara y empezó a garabatear sus primeros trazos. El día de su cumpleaños
número dos en un acto de ensimismamiento convulsivo el pequeño dibujó de manera
impecable el primer regalo que le hicieron: un carrito volquetero. En ese mismo
año descubrió como tallar madera, para susto de la madre al descubrirlo, cogió
una navaja y empezó a darle forma. Primero fue la silueta, un esbozo de lo que
sería, con los días detallo las patas, las garras, la cabeza, terminó con un
par de ojos grandes y fijos. Al final, fue la copia fiel de su gato blanco y
bizco que lo seguía por doquier.
Así, el niño se
convirtió en joven, a su paso dejó incontables historias de su increíble
prodigiosidad con las manos. Pues sus manos amaban, amaban con ansía y sin
reparo toda superficie. No obstante pese a esas manos sabias, aquel chico solo vivía
para descubrir el mundo a través de ellas, rara vez se fijaba en las personas,
su atención siempre iba pues a las sensaciones que experimentaba. Ávido de
experiencias nuevas, no solo aprendió a pintar y a esculpir madera, barro o
metal; también aprendió a tocar la guitarra, luego el violoncelo, el violín y
la trompeta. Y hubiese seguido a más, si no fuera porque se apasionó con el
sonido de la guitarra eléctrica.
Aquella mañana de su
cumpleaños número 14 cuando entró a la tienda de instrumentos musicales, la
vio. Estaba en el exhibidor, blanca como una virgen, brillante. No dudo ni un
segundo de tomarla entre sus manos y llevársela a sus dominios. Ese mismo día
al atardecer, el barrio se llenó de un sonido agudo y melódico, mientras él se
elevaba cada vez a lugares que jamás pensó sentir. Desde entonces paso cada
cumpleaños tocando esa guitarra mágica, de vez en cuando iniciaba una
experiencia nueva, tallando alguna
madera o pintando el brillo de las olas al atardecer, las sombras de la selva
al atardecer, el vuelo precoz de algún pájaro. Muchos lo llamaron raro por ser
solitario, pocos veían el brillo de locura en sus ojos, llamado pasión y casi
nadie aquella dulzura en su mirada cuando trabajaba en algunas de sus obras o
cuando en alguna noche lluviosa y de relámpagos, reescribía en el cuerpo de su
mujer la poesía del corazón.
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