Solo había probado el fruto después de ser molido, mezclado y amasado con todos los demás ingredientes para formar las famosas tablillas de chocolate que algunas familias campechanas solían preparar para luego convertirlas en un rico chocolate con leche y pan. Pero en esos días vivía en Tabasco y estaba en una de las fincas de la familia de mi mamá donde habían bastantes cacaoteros, debajo de ellos montones de hojas y hacia arriba apenas podías ver el cielo. Uno de los tíos nos dió a probar las semillas directamente del fruto. Su sabor era agridulce y su consistencia muy parecida a la de la guanábana, aunque menos jugosa, me gustó. A un costado yacía una cama de semillas expuestas al sol, las secarían para después ponerlas en sacos y venderlas a quienes suelen hacer chocolate u otros derivados.
Fue el fruto de mi infancia, a menudo la casa de mis abuelos olía a sus semillas tostadas. Muchos años después mi mamá continúo con la tradición, no lo hicimos negocio por falta de ganas y quizás visión.
Aún recuerdo el sonido de las palmadas que mi abuelo hacia a la masa de chocolate.
EN MI PIEL, EL MES DE MAYO
En mi piel, el mes de mayo.
En mi boca, el sabor
agridulce de un fruto tropical.
En mis manos, una mezcla
de azúcar, canela y cacao;
con sabor a risas,
a charlas de medio día
de sueños olvidados sobre la mesa.
Aroma de semillas tostadas
impregna la casa de mi infancia;
de reuniones familiares,
de miradas extraviadas en un televisor,
de la ausencia del amor,
de color café.
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