El amanecer lo sorprendió cuando terminaba de darle forma a
las alas. Dejó el querubín sobre la mesa y tomó un trago del café de olla que
le dejó Mariana. Tomó sus cosas y salió de su casa, el valle estaba cubierto
por un manto blanco, esta será una jornada larga –pensó-. El camino al pueblo
es por senderos empedrados, llenos de polvo. No hay otro modo, la tierra no da
para mucho. Pero tiene el barro negro y sus manos que aún lo pueden moldear. Al
finalizar el día no había conseguido más que para la comida del día siguiente. Su
regreso a casa no fue menos pesado que el de ida; sobre si, traía la pesadumbre
de la pobreza; ese día a día desquiciante que se repite como una historia sin
fin. Al abrir la puerta de su casa, ya la pequeña Anayeli lo esperaba, una
sonrisa enorme en los labios, sus grandes ojos negros y sus brazos extendidos.
Él respondió a su gesto con un gran abrazo. Entonces la oscuridad desapareció,
fue un pequeño sol en medio de la noche.
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